“Performance: reconstrucción de la memoria”

Este proyecto tiene por objetivo Visibilizar procesos socioculturales de cuatro localidades afectadas por el terremoto, con el fin de contribuir a la recuperación de la memoria en la Región del Bío- Bío. Este proceso se llevo a cabo a partir de la realización de performances en las siguientes localidades afectadas por el terremoto y tsunami del 27 de febrero 2010: Concepción, Talcahuano, Cocholgue y Dichato.

Este trabajo desea promover una reflexión en torno a la reconstrucción de los espacios sociales, culturales, emocionales y físicos de las personas, desde y para re-citar la memoria dentro de este contexto. Además esta acción, se orienta hacia la vinculación con los distintos actores sociales existentes en localidades mencionadas.

Esta experiencia se documento en un libro, que fue publicado y esta siendo distribuido en los distintos Centros Culturales de la Región del Bío Bío, como también, en las localidades y la comunidad en general que participó de este proceso.

El equipo de trabajo está compuesto por los artistas visuales Guillermo Moscoso, Álvaro Pereda y el fotógrafo Mario Moreno Krauss.

17/6/11

Reconstrucción de la Memoria
Arte, ruina y espectáculo


¡Maldita casa!, no se me ocurre otra cosa, en este carnaval eterno de la desesperación, para referirme a ella.  Resulta que hoy, una vez más, me deja varado en medio de la nada y yo lo único que quiero es huir no sólo de ella, sino de esta geografía, y no es que tenga algo en contra de esta ciudad, sino que ya es demasiado para mí, es mucho el tiempo que me he mantenido en ella, y comprenderán que como prisionero de un recinto poco amable, me aferro a la débil e inútil esperanza de estar moviéndome siempre, aunque sea en una jaula de oro (no es mi caso), simulando que la libertad la encuentro en esa dinámica y, obviamente, en lo estático sólo encuentro la opresión (ingenuidad absoluta).
Hoy, al intentar acostarme para descansar o simplemente para dejar que el tiempo pasara más rápido, me percaté que esta prisión se encuentra llena de hamacas, de todas las especies y colores, las cuales cuelgan por todos lados, son tantas que son desagradables de ver y están a tanta altura, que el vértigo se instala en mi subvirtiendo la calma.  Busco por toda la casa alguna cama o sillón, pero nada, todos es hamaca, excepto en una pieza, en la de los gatos (que obviamente no están) donde encontré sólo mecedoras, parece que hoy todo es movimiento, me parece seductora la invitación que me hace este monstruo y pienso que puede ser reconfortante descansar en una de ellas, por lo menos se encuentran en el piso, y yo animal 100% terrestre, temeroso de las alturas, mas no de los vuelos (del corazón), me siento en una de ellas buscando la tranquilidad.  No puedo negar que me resulta cómoda, pero apenas cierro mis ojos comienza un balanceo violento que asusta, cuando abro los ojos ya todo está en movimiento, todas las sillas se agitan, son cientos en la habitación… es terrorífico, en medio de la soledad, de la llanura de la nada, el movimiento ajeno a todo, es simplemente aterrador.
Intento, sin mayores resultados, bajarme de ella, pero el temor me tiene paralizado y como un columpio, de esos de la infancia, trato de lanzarme en movimiento y no puedo… una y otra vez… y no hay caso hasta que en un acto de atrevimiento (la estupidez y el atrevimiento deberían ser sinónimos algunas veces) me lanzo al vacío. Después de ese salto mortal, el dolor de mi cuerpo es agudo, así que, para variar, derrotado me entrego nuevamente a los caprichos de esta casa.  Subo por una de escaleras de cuerdas que terminan en las hamacas y llego a una de ellas, recién ahí me percato, que no sólo las sillas se mueven, sino toda la casa, sólo las hamacas se encuentran estáticas, abajo, en la lejanía el desastre es total, todo comienza a revolverse, todo cae, todo es destrucción.  Pero yo no puedo creer que la casa será destruida, conociéndola, toda esta situación no será más que un triste espectáculo de simulacro de la realidad, más que eso de una toma de la realidad, para configurar una nueva, que se implantará en esta, en la que se sufre confundiendo a los espectadores, tanto que al final, lo real será el simulacro.  Así que yo sólo me dedico a observar, la geografía se triza, ya no está la casa, abajo sólo hay construcciones destruidas, aguas turbulentas y un par de extraños personajes que recorren el paisaje, con una bandera negra, con clavos en la cabeza, con los despojos de un paraguas y mientras todos huyen, ellos se internan en el desastre total y yo, como un vouyerista de la ruina, aunque no lo deseo, no puedo dejar de observar su recorrido… ¡maldita casa!
Guillermo Moscoso y Alperoa
Antes de comenzar con este texto tengo que señalar que mucho de lo que está escrito más adelante es sospechosamente parecido a una especie de prólogo que escribí para el libro que contiene los trabajos de Alperoa y Guillermo Moscoso llamado “Reconstrucción de la memoria” a punto de salir a la luz pública.  Es así, por la simple razón de que ese texto es una especie de resumen del que viene en este artículo, el cual escribí para reducirlo, y hoy en un ejercicio práctico me es urgente publicarlo para los que no tendrán la oportunidad de enfrentarse al libro.  Allá vamos.
Todo acto de reconstrucción implica necesariamente una pérdida, eso sí una pérdida donde la voluntad se encuentra presente, una pérdida generada por la editorialidad necesaria para mantener lo significativo y dejar de lado lo nimio, aunque sea a la fuerza, muy por el contrario a lo que sucede con la devastación que es indiferente y arrogante, y que definitivamente sobre ella no se tiene control alguno.  Los que vivimos en las zonas afectadaspor el terremoto y maremoto del 27 de febrero de 2010 (27F como lo llaman los siúticos deseantes de vivir en el primer mundo) tuvimos la desdicha de vivir la devastación dos veces: La significativa y la que se ha estructurado en los medios, la “real”.  Esa que se ha colmado de luces, flashes, sollozos pautados y lágrimas precisas, que lentamente fue desplazando y ocupando el lugar donde se encontraban el dolor y el terror que ofrece la experiencia.
El drama de la pérdida fue “espectacularizado” por los medios, los que nos encontrábamos en medio de la estética del desastre no teníamos cabida en el ordenamiento simbólico que hacía la industria de la entretención de esta obra magna.  Cualquiera podía hablar por nosotros, nuestra voz no valía la pena, porque no era lo suficientemente técnica y era mucho más deseable que lo hiciera alguien que supiera qué decir en el momento exacto, con las inflexiones de voz necesarias como para tocar la fibra de los espectadores que sufrían ansiosos en espera de noticias bien editadas para ver un desastre que nunca ocurrió.  Como esos discursos eran deseables nosotros fuimos invisibilizados (violencia epistémica la llama Foucault).  Definitivamente los sufrientes no sabíamos sufrir o era tan poco glamorosa nuestra manera de contar el drama que debían maquillarlo para que fuera “real”.
Es en este contexto, en medio de la doble calamidad, donde cobra importancia la producción performática realizada por Alperoa y Guillermo Moscoso, y el libro (pronto a salir publicado) que recoge esos trabajos porque subvierten el mensaje oficial, el desastre oficial, el terremoto y maremoto “real”, (re)instalando nuevamente la ruina que nos tocó vivir, esa llena vacío,  de despojo, de carencia … de nada.
Esta serie de trabajos está compuesta por una multiplicidad de discursos, cuestión no sólo referida a las posibles interpretaciones de la obra en sí, sino que también a la “puesta en escena” y cómo ésta se presenta en este libro.  Por una parte tenemos las obras performáticas que conforman un corpus, a mi juicio, extremadamente coherente con la idea de generar metáforas de la destrucción, las cuales desmantelan y rearman nuevas significaciones que nos acercan a la tragedia, para darnos la posibilidad de poder sacarnos de los ojos ese espectáculo perverso y bien editado ofrecido por los medios.  Y además visibilizan las propuestas-respuestas de la reconstrucción física y emocional de las personas que viven en las localidades visitadas en particular, y todas las que estuvieron a merced del furor de la naturaleza, en general.  Pero no sólo estos discursos metafóricos son los que se pueden apreciar en el texto, porque partiendo de la base que la obra generada a través de la performance es única e irrepetible, y el registro de ella, no es más que el registro de ella que no nos permite verla es su totalidad, porque sólo puede dislocar el tiempo para poder traernos un discurso sinedócquico de la obra en sí.  Podemos apreciar en las fotografías del trabajo de estos dos artistas un “corte” de él a través del registro de Moreno Krauss (elegido por los creadores), no obstante gracias al arduo trabajo editorial realizado por los mismos protagonistas podemos abrir una pequeña escisión en cada imagen para asomarnos y apreciar, en parte, la generación de estos nuevos campos simbólicos creados con el cuerpo que luego seguramente, a través del registro, se transformarán en campos semánticos en los cuales la metáfora saltará de lado a lado realizando intercambios y sustituciones, mientras la metonimia aparece con sus puntas de lanzas (re)configurando un relato no necesariamente coherente, pero muy revelador.
En las performances realizadas en la caleta de Cocholgüe, en el balneario de Dichato, en el puerto de Talcahuano y en la ciudad de Concepción Alperoa y Moscoso, primero que todo han realizado una especie de acercamiento con la gente de aquellos lugares, generando lazos de confianza con la comunidad (como ellos los llaman), pero a la vez, consciente o inconscientemente (poco importa) han configurado también una especie de cartografía del desastre y de la memoria, y si bien cada uno posee un modo particular de ejecutar su obra, un estilo, como señala Barthes “un lenguaje autártico que se hunde en la mitología personal y secreta…” de cada uno, en cada trabajo estos estilos se funden naturalmente produciendo una simbiosis que no hace más que darle consistencia a la obra como vehículo representacional del discurso deseado.  Es así que podemos observar que mientras Alperoa sufrirá, en general, la tortura del esfuerzo físico, Moscoso padecerá lo mustio del esfuerzo emocional (obviamente a veces se invertirá esta dicotomía, las menos) produciendo esa lucha atávica entre, materia y espíritu, entre lo dionisiaco y lo apolíneo.
En estas líneas no pretendo hacer una descripción de los trabajos, sólo mencionar algunos puntos que a mí entender resultan urgentes. 

Dichato


Los artistas (re)citan lugares y situaciones comunes partiendo por la caleta-balneario de Dichato donde en el silencio del almuerzo entre las ruinas, configurarán lo que seguramente es lo más parecido al terror de todo lo que se encuentra en la obra, ahí es donde se funde la alienación que ofrecía lo estival en medio del jolgorio y la despreocupación y el drama que resulta del perseguir un olvido esquivo que no se dejará atrapar, sólo por el hecho de que es improbable y muchas veces inexistente.  Es a través de los panes hechos por los mismos pobladores y que serán partidos en esta “Última cena” en medio del desastre, es donde surge ese ejercicio de compartir un recuerdo que a cada rato en un traidor sin glamour que justamente se diferencia de la otra en eso, en que la emergencia de cada una de ellas aparece en tiempos dislocados. 


Luego de abandonar la mesa, dejando el vestigio y se dirigen a los botes plantados en tierra, dando inicio a una especie de pesca, en donde una vez cubrió el mar, recogiendo peces que aparecen y se estructuran en los trozos que dejó la ruina, en medio del desastre, de lo que quedó, de todo aquello que no eran prioridad para ser recogidos, y que fueron tan secundarios que no estuvieron entre las prioridades para ser rescatadas, así se hace más significativo aún que la misma embarcación donde trabajan (Titán del mar) ni siquiera fuera la número uno.  Así recordarán el oficio del mar y la obligatoriedad de volver a él porque no existe alternativa, porque, aunque parezca paradójico, ahí se encuentra la vida.  Estos pescadores, terminarán lanzándose a la mar, uno ejerciendo el movimiento y el otro la dirección como un espolón de proa nerudiano, pero sin dudas, exentos de todo atisbo de poesía ingenua. 


Porque incluso, en la mediagua 17-A de la Aldea El Molino, en la constitución de ese jardín con los remolinos, estos se verán opacados, como en un ejercicio “brechtiano”, con la bandera negra y la carretita hecha con pedazos de casas, cercos y quizás qué cosas más  generadas producto de la destrucción y que no quedarán más vestigios de ellos más que en otros registros de otros tiempos.  De ahí partirá un peregrinaje en medio de la noche en contra del flujo original, en medio del frío los performers se internarán en el vacío, en lo inhóspito donde el viento no será el sutil que hará girar los remolinos para alegría de los niños, sino que hará girar el reloj hacia la hora del desastre, hacia la hora en que las aguas lo cubrieron todo, incluso la noche.


Cocholgüe
La simbólica del cristianismo se hace más evidente en esta serie de performances, desde la irrupción de Alperoa del el agua como emergiendo de un bautizo, de un renacimiento, de un reconocimiento de un personaje que no sólo sufrirá el designio de la barbarie que ofrece la naturaleza, sino que también será víctima y victimario de la violencia que ejerció el ser humano en medio de la devastación, generando un archivo ficcional que ya se encuentra alojado en las narrativas que configuran la historia de la tragedia.  Es él quien saca de ese sueño órfico a Moscoso para emprender un viaje que va a rasgar la geografía transversalmente, desde el mar a la montaña, como esos profetas desesperados que buscaban la salvación en medio de la nada, así como las personas que buscaron irremediablemente la seguridad de la altura que ofrece la montaña (sagrada), en el transito hacia la luz.  El mar aparecerá y desaparecerá una y otra vez en la acción y los personajes muchas veces ingenuos pasearán sus cuerpos por la pesadez que ofrece el recuerdo y la intertextualidad brutal como es el caso de la balsa que recuerda irremediablemente a la obra de Géricault (“La balsa de Medusa” – 1818), sin embargo en ésta la memoria obstinada no perdonará, y la posibilidad de la integridad de lo humano (como en la historia que inspirara el cuadro, donde los sufrientes resistieron incluso el canibalismo) se desintegrará, recordando que antes que apareciera el hambre surgió la desesperación, el trauma… el saqueo



En este espacio, en esta caleta, lo político-religioso tiene una carga tremendamente influyente a través de las iglesias protestantes alojadas en esta geografía, particularmente la ejercida por los pastores que administrando el miedo y la culpa presionan de una u otra manera a los feligreses para que acepten la realidad oficial y acepten dejar el borde costero, su historia, su propio archivo a merced de la nostalgia.  Éstos (no) se resisten a los anatemas y amenazas de los que traen los discursos del establishmen,  muy lejos de los flashes de los primeros días y en la oscuridad absoluta han comenzado a ejercer la violencia para erradicar a las personas, y estos actos, con la distancia que ofrece el tiempo son muy poco importantes para la historia oficial y el saqueo se hace brutal, haciendo desaparecer casas enteras produciéndose un nuevo maremoto, uno que resulta más dramático porque vive en la sombra y en la sospecha.
En este trabajo aparecen nuevos personajes, es el caso de Pamela Navarro que en una especie de acto de reconciliación comenzará nuevamente con el proceso de la vida, como una oportunidad, sembrando, plantando sobre el suelo salado, esperando la germinación, la esperanza que se verá siempre dislocada por la posibilidad del terror otra vez y aunque existe insistencia en su rito también hay claridad que éste no será necesariamente exitoso.  Por otra parte Camila Lucero, que utilizando las algas traídas por el oleaje, insiste, una y otra vez, en el ejercicio narrativo de la reconstrucción, zurciéndolas, como intentando reparar una geografía desagarrada.  Esa así que producirá una representación  de la oscuridad a través de esas máscaras que una vez puesta en la cara no permitirán ninguna posibilidad de poder observar el paisaje dejando a Moscoso en el abandono total ante las inclemencias de la geografía, obligándolo a caminar con temor al tropiezo, impidiendo avanzar de forma natural. Cuestión que hace rememorar obligadamente el tumulto que huyó en medio de la noche hacia el abrigo que ofrece la altura, los cielos, los cuales quizás nunca, ni en las prédicas de los pastores, fueron tan deseados.



Desde el fondo de la tierra reaparece Moscoso (¿después de tres días?), y en su caminar comienza a re-habitar un espacio que es ocupado por otro (acá la literalidad es brutal), en medio de la acumulación de objetos trata de implantar un modo de vida casi doméstico, como intentado solapar la ruina que existe a su alrededor.  En medio de este ejercicio de alienación el asalto se ve interrumpido por el desalojo, ese tan deseado por la burocracia y que no se ha podido llevar a cabo con la asepsia deseada, es así que Alperoa debe ejercer de golpe una violencia inusitada, esa que produce terror, pero necesaria para volver al status quo.  El desalojo se ha hecho presente, en medio de la barbarie, en medio de la toma y Cocholgüe queda atrás, con sus mitos que no sólo han servido para colmarlo de poesía, como es el caso de “la grieta”, aquella de la que todos saben, pero que nadie ha visto y que ahora sirve como una justificación para el traslado.  Los artistas la han buscado sin éxito porque no sospechan que la circularidad es la ruta que debieron seguir, porque entre tanta visibilización la grieta, de ese territorio devastado, fueron ellos mismos.
Talcahuano
En medio de lo que alguna vez cubrió el mar, donde hoy es maquillado por la maleza aparecen (nuevamente) estos personajes, uno porta ese paraguas que cada vez se va desgastando más, y el otro unas cadenas que se van haciendo más opresoras y firmes como anclándose en el vacío en medio de la nada y como en una procesión, los artistas se ven obligados a caminar, a cruzar la frontera de la desolación en busca de lo que podríamos llamar la ciudad, o por lo menos, esa ciudad de hoy día que se posa justo donde antes hubo otra llamada Talcahuano.  Así generan un flujo que no se detendrá jamás (perdón por lo lacónico) y estos desplazamientos los llevarán al encuentro de objetos, como será el caso de Moscoso, que descubrirá, descalzo (como los que huyeron del maremoto) una serie de zapatos devueltos por el mar donde cualquier otra explicación se transformaría en un pleonasmo indeseado.  El flujo será permanente, el recorrido por la fractura de esta geografía continúa, aparece la bandera, para terminar habitando una estructura creada a partir de los despojos creados por el desastre, discurso que estará presente como una constante significativa en toda la obra, así como la cruz y lo cristiano particularmente asociado a la muerte, porque todo ejercicio de memoria vive atormentado por el único futuro que lo puede detener, es decir, el furor por la muerte.


Así la materia (Alperoa) se impondrá al espíritu (Moscoso) señalándole el mar, y más precisamente, a otro objeto que es recuperado, no sólo para este trabajo sino para el archivo de la Caleta El Morro donde quedará impreso que unos artistas retornaron esa virgen que se hallaba en medio de las rocas que azotaba el mar y que éste una noche la usurpó.  Así la recuperación implantará una señal celestial que nos dice que la ecuación se puede invertir, que el espíritu también puede guiar a la materia (re)fundando ese proyecto identitario de esta geografía.  Terminarán en medio de las ruinas del Mercado Municipal, donde las “labores” con sus elementos representacionales se sumergirán en la poética de las bondades que ofrece el mercado, donde la transacción y la acumulación juegan un rol fundamental, éste juego perverso definitivamente señalará el fin de la ciudad y el comienzo de otra, pero bajo las mismas reglas y regulaciones.


Concepción
La pobreza y el hambre nunca duelen tanto como en la ciudad, en ella la calamidad es un reto, no existen términos medios y las oportunidades se transforman en una lucha constante donde la lógica del capitalismo señala que debes pisarle la cabeza al “otro” para poder sobrevivir.  El flujo, incluso el paseo, que realizan por ella puede parecer inútil (y quizás lo es), y es probable que esta situación cambie cuando despiertan en medio del “Barrio Rojo”, en la calle Bulnes, donde el comercio sexual y travestido muerde sin compasión, donde el satín y los colores primarios rompen la “planitud” que ofrece el paisaje mustio tristemente iluminado por las pocas luces de la periferia.  Es en este Concepción antiguo donde el recuerdo hace presa de muchos (incluyéndome), donde se hace referencia al “otro terremoto”, al “terremoto social” como lo llamaron tan arrogantemente desde la capital del Reyno, fue ahí en esas calles donde la palabra corrió más rápida que nunca, sólo siendo opacada luego por el temor.  Era la horda, el tumulto de ciudadanos que aburridos de objetos buscaban otras cosas, que nadie podría señalar con precisión ni menos quiénes conformaban la horda, así comenzó la sospecha, y el deseo de la defensa, el de ejercer la violencia para huir de ella.  Alperoa y Moscoso defenderán la esquina, defenderán los objetos, ayudados por Cony Alejandra, quien asumirá un rol protagónico en el plató.  Ella en medio del desastre aporta la necesaria frialdad para ser incluida en cualquier historia “que valga la pena” (esas bien empacadas y listas para consumir), en medio de los cuerpos que se retuercen en la noche a la espera de la turba para defender la calle, ella se abstrae y busca la cámara, el flash, asumiendo la postura del glamour del desastre, y en medio de la psicosis y de la ruina insistirá en ofrecer en un mensaje kitsch que ejercerá una violencia mayor que el saqueo mismo y, a la vez, no hará más que lo patético y lo sórdido se hagan presente una vez más, como lo hicieron en el desastre total.



Luego nuevamente el desplazamiento, en el cual (re)aparece la bandera negra, la de la toma, la de la violencia que una vez ejercida intenta ser borrada a través de las prácticas que ofrece la cotidianeidad, cuestión que intentan en el barrio llamado Agüita de la Perdiz, donde la casa ocupada no hace más que retrotraernos a la misma historia poblacional donde el proyecto fundacional en medio de otro tipo de desastre y violencia que fue vivida, particularmente, durante la dictadura militar.  El olvido que ofrece el maquillaje de la ornamentación no basta, la naturaleza les señalará una y otra vez que el deseo sólo funda deseo.


Para terminar en el puente destrozado que atraviesa el río Bío Bío, en sus arenas se desarrolla el drama total, ese que no sólo desmantela la geografía, sino el tiempo, la imagen sobrecargada de recuerdos, acá la impotencia deja de jugar el rol central de existir y la violencia como respuesta se presenta como una puta indeseada en la mesa, en esa comida en medio de la nada, mirando el río que lleva sus aguas nuevamente hacia el mar traidor, y los artistas conforman una familia (asexuada) que como otras comió fuera de sus casas para sentir que el desastre también lo sufrían otros.  Aquí aparecerá el fuego como un elemento purificador, pero que también produce pérdida, que devora todo, la patria, la nación, la vida, los recuerdos y al final terminará reducido como homenaje a las víctimas que navegarán por el río, como si fuera el Nilo, en busca de la inmortalidad.


Notas finales
Como nota final se puede señalar que esta serie de trabajos (15 performances y 12 recorridos), que fueron realizados pensando técnicamente en el registro evitando, lo más posible, la presencia de “público”, vienen a implantarse en la memoria, en la nostalgia del desastre, que quiéralo o no, nos cambió la vida a todos, los que lo vivimos: el ficticio en la geografía real y el de la devastación editada, la “real”, a través de los medios.  Se configura como una escisión en el cuerpo de Chile, como el hundimiento de esa misma bandera negra que recorre las fotografías que la registran, que citan y recitan las tramas semánticas que fundaron la desesperación que se apoderó de un territorio en medio del dolor. 
En este ejercicio metonímico, no cabe la banalización de la pauta, ni la desjerarquización de la edición, porque lo que se pretende con estas narraciones, no se encuentra enmarcado en el consumo fácil que ofrece la linealidad, sino más bien en una estructura rizomática que a la larga uno podrá ordenar de acuerdo a sus necesidades (o repulsiones).  Estos cuerpos que nos llevan a la tensión y que generan proposiciones desestabilizantes, son el contenido y continente de un “mensaje” que recurre a la precariedad y que aunque muchas veces se pasea por la literalidad total, siempre deja el espacio necesario para la divergencia, lo paralelo, lo alternativo, para la polisemia… para el arte.
En medio de la emergencia de la edición histórica los elementos representacionales utilizados juegan un rol de quiebre entre dos discursos, el del simulacro y el de la negación del glamour, proponiendo (obligando) un punto de inflexión donde el “lector” necesariamente tendrá que elegir entre estas dos narrativas, produciendo una fractura en medio de ambos discursos, haciéndolos irreconciliables, imposibilitando la síntesis.  El relato que se presenta a través del registro puede resultar tan espurio y disperso como los narrados en la historia oficial, pero con la gran diferencia que éste posee mayor legitimación porque no se encuentra desjerarquizado alzándose como más significativo.